Indicador Político
En política y socialmente es común referir vínculos a manera de describir la naturaleza de las relaciones personales. Invocar la condición de hermano es aludir a la cercanía más próxima con un par, como si fueran hijos de la misma madre y padre, como si hubieran crecido juntos, como si hubieran pasado por las mismas adversidades o carencias y los mismos momentos generosos y de felicidad. Sobra decir que en política no hay fraternidades; los intereses y las exigencias del poder superan a todo vínculo o relación. Aunque el peso de las complicidades sea mayor y común sobre cualquier otra consideración, pero son también frágiles, como revelan los llamados criterios de oportunidad que con tanta soltura aplica este gobierno para construir casos penales.
El presidente López Obrador dice que Claudia Sheinbaum, Adán Augusto López y Marcelo Ebrard son sus hermanos. Cada uno plantea diferencias. Por origen y trayectoria, al gobernador con licencia y responsable de la política interior, mejor aplicaría la afinidad. Sheinbaum es muy distinta por mucho, que no es defecto, sobre todo en razón de su consistencia ideológica y trayectoria académica. A Ebrard debe gratitud, pero media desconfianza precisamente por las diferencias de por medio.
La realidad es que regularmente la expectativa de continuidad o continuismo del presidente, según el caso, es negada por quien le sucede. Se dice que el que designa escoge verdugo, no propiamente a un leal seguidor del proyecto. Así es porque el poder presidencial demanda claridad en el mando, por lo que debe haber contraste, diferencia, especialmente si el antecesor fue un presidente fuerte. El poder y menos el presidencial se comparte. Como tal, el propósito obradorista de continuidad en forma y fondo es prácticamente imposible, bajo el supuesto de que prevaleciera un correligionario.
Entre las razones para que se refiera a tres de los cuatro prospectos morenistas como sus hermanos, está decir quien no es su hermano y de esta forma descalificarlo. El presidente del rencor no perdona a Ricardo Monreal, y es manera para echarle en cara que está allí porque se le necesita -mérito indiscutible, dadas las condiciones y el personaje-, no porque se le quiera. Y, otra consideración, más sutil trata de aliviar a las otras dos opciones que no serán favorecidas. Aunque no sea así, es un intento de decir que los tres están en el mismo nivel de afecto y proximidad o, como quien dice, nada personal.
Ya entrados en realismo, López Obrador ha aludido a que en política no hay amigos, pero sí enemigos; hace propia una frase muy común, no por ello falsa. La política no da para una amistad duradera, especialmente entre el poderoso y los demás. Las relaciones son mediadas por el interés, aunque el presidente actual, como ningún otro, se ha excedido en su poder discrecional al nombrar colaboradores. Sin embargo, la gratitud no es común en la política; tampoco la reciprocidad.
Pero sí es de llamar la atención que utilice la palabra enemigo en relación con los vínculos en su entorno, y no es un asunto menor porque todos los políticos padecen en su cuarto menguante un tanto de paranoia, no sólo de temor por lo que puede ocurrir y sobre lo que no hay control. Muchos pecados de otros pero que repercuten se conocen por el hombre del poder a destiempo y eso es así porque cada uno administra su verdad y su realidad a partir del interés, no de la honestidad. En el caso de López Obrador la desconfianza es más encendida, como también el rencor y el odio. Recurrir a la figura del enemigo en casa o que a él accede, debe ser una preocupación derivada de la sospecha y de la incertidumbre sobre su propio futuro y el de su proyecto político. Un presidente abusivo, demandante en exceso y poco comedido con sus cercanos no debe esperar de ellos empatía.
Como ningún otro presidente, López Obrador ha actuado con la idea de lograr un lugar destacado en la historia. Con la posteridad en mente ha tomado decisiones comprometidas o polémicas. El presidente cree que se sacrifican los convencionalismos y la tradición para acceder al plano de la trascendencia, la cuestión es que también prescinde de la razón y de la ética pública. La tragedia que para él se avecina es que la historia no absuelve a partir de las intenciones -por elevadas que sean-, sino por los resultados y sus postreras consecuencias.