Teléfono Rojo
Es explicable que ante los nombramientos de quienes serán colaboradores de la próxima presidenta, la atención se centre en los designados. Mucho se ha dicho y, aunque con algunas reservas, hay beneplácito y esperanza de que las cosas cambien para bien. Todos los nombrados tienen credenciales suficientes para la responsabilidad encomendada. Los votos representan, sin duda, un aval a López Obrador, pero no significan aceptar los resultados de su gestión, como tampoco el contenido específico de sus propuestas de cambio de régimen. Muchos le compraron la idea de que lo malo era herencia maldita de los gobiernos que le antecedieron.
Por lo mismo la especulación de ahora, ociosa en varios sentidos, remite al eventual quiebre de la nueva presidenta respecto a su antecesor. Ociosa porque con frecuencia remite al prisma del precedente, que por igual lleva al callismo que a lo acontecido entre los presidentes Echeverría y López Portillo o Carlos Salinas y Ernesto Zedillo. Ociosa porque el precedente no podría dar luz, tampoco el carácter o la personalidad de los involucrados, los que en el caso actual son significativos. El tema central son los distintos planos de actuación y las diferentes visiones sobre el poder y la responsabilidad en el ejercicio del gobierno.
La pretensión del presidente que se va es esencialmente trascender en la historia. Se equivocan quienes remiten al deseo de venganza o rencor acabar con la Suprema Corte de Justicia; algo o mucho puede haber de eso, pero más le mueve dejar registro de que él fue consecuente con su tesis sobre el mandato popular como origen de toda autoridad, principio republicano que, por razones de sentido común, las democracias han hecho de la elección indirecta la fórmula para designar a los integrantes del órgano judicial supremo, ya que se debe garantiza a un perfil particular que el voto popular no asegura, incluso compromete al poner en entredicho la independencia e imparcialidad como premisa básica del juzgador. Una pena que Arturo Zaldívar quien tiene una postura clara no se haya mantenido en lo mismo.
López Obrador tiene otros datos y otras ideas. Padece de una fijación plebiscitaria sobre la democracia, visión idealizada que para efectos prácticos es una entelequia al servicio del poderoso. En el voto o los sondeos de opinión -método favorito del presidente- no manda el pueblo, sino quien tiene mayor influencia sobre el votante o el público, lo que hace a la propaganda oficial el recurso determinante, como ha sucedido a lo largo de estos seis años.
Los primeros nombramientos de la próxima presidente no revelan ruptura o independencia; es algo más significativo y esperado, el tránsito de la presidencia militante a la presidencia profesional en el sentido de la pretensión de gobernar con eficacia, un equipo capaz y una actitud diferente de quien los nombra. No necesariamente el tránsito de un presidente autoritario a una presidenta democrática; en todo caso habría actitudes tolerantes o de respeto al que difiere o diciente, pero sin un cambio real. Dos envolturas distintas de lo mismo y una determinación compartida de devastar al edificio democrático.
De los nombramientos recientes precisa destacar que el hilo conductor de la mayoría de ellos es reivindicar la dimensión internacional tan despreciada por López Obrador. Incluso el nombramiento del secretario de agricultura y ya no se diga Alicia Bárcena en medio ambiente anticipan una mejor actuación y entendimiento ante los espacios que trascienden al país. Pero, relevante no es el perfil de los designados, es la determinación de la nueva presidenta de hacer de manera diferente las cosas.
Todo esto nos lleva es al estilo de gobernar como calificara el historiador y agudo cronista de su tiempo, Daniel Cosío Villegas. Una presidencia profesional es, sin duda, un paso a la modernización del ejercicio de la más elevada oficina y en la dirección correcta en el sentido de conciliar los resultados con los objetivos políticos. Los nombramientos muestran pragmatismo y que los acuerdos palaciegos o de grupo no explican quienes integran el gobierno, sino su funcionalidad que, a su vez, muestra que ahora sí habrá gabinete y si hay gabinete también habrá gobierno. En consecuencia, se esperaría que la designación de los subordinados de los secretarios fueran colaboradores consecuentes con el proyecto y no emisarios presidenciales para minar la autoridad de sus superiores.
Da igual la especulación sobre los próximos designados; desde ahora se identifica el tránsito de dos maneras muy diferentes y hasta encontradas del ejercicio del poder presidencial.