Los límites de la complacencia
Debo a don Henrique González Casanova el favor por una observación que me hiciera hace mucho tiempo, la he hecho propia y se refiere al recurso común de descalificar el dicho del otro a partir del señalamiento de una supuesta falta de autoridad moral. En tales condiciones pierde valor qué se dice, al imponerse el prejuicio. Es una manera de claudicar al razonamiento a través de un recurso con frecuencia tramposo. Los juicios sobre moralidad son subjetivos, con frecuencia sin sustento y parten de una dudosa superioridad de quien lo determina. De esta manera la verdad o la validez del dicho no tiene que ver con la calidad del argumento, sino con quien habla; lo menos por decir es que constituye un absurdo y una negación a la razón.
Este recurso se ha vuelto normal, cotidiano. Por igual lo practican quienes gobiernan y quienes se oponen. Una fórmula fácil para no abordar razonadamente argumentos. Es cuestión de pedagogía democrática que supone el saber escuchar, debatir, coincidir o diferir sin interferencia de las valoraciones personales. El que difiere no me descalifica a mí, simplemente no está de acuerdo, lo más común de la vida social o política.
Con López Obrador fue común este subterfugio. Lo hizo de manera cotidiana frente a personas, periodistas, adversarios y medios de comunicación, bajo la tesis de que el único libre de sospecha o de culpa era él mismo y quienes a él se adhirieran. Los medios de comunicación eran vulgares pasquines, expresión que por igual se remite a los de poca relevancia, hasta a aquellos con merecido reconocimiento de ser la expresión del mejor periodismo en el mundo.
Las admoniciones presidenciales a sus críticos también ocurrieron con intelectuales de relieve o periodistas de impecables credenciales. Para él todo era producto de intereses aviesos, así fueran medios que de alguna manera le cubrieron en su condición de opositor. Sí hay corrupción en algunos medios, sí hay una intención de desinformar y manipular. La ha habido siempre y casi siempre el efecto corruptor deviene del poder político. ¿México está mejor informado que antes? ¿los medios concesionados cumplen con los estándares regulares del buen informativo? ¿hay un debate en condiciones de razonable igualdad en los medios de comunicación?
La situación hoy es más crítica para el opositor y para quienes ejercen a plenitud la libertad de expresión. La hostilidad a los periodistas o intelectuales con exposición pública se ha hecho de manera ilegal con los recursos del Estado, como ha ocurrido con Amparo Casar, Latinus, Carlos Loret, Ciro Gómez Leyva, Aguilar Camín, Enrique Krauze y muchos otros. A su vez, los medios importantes proceden a la depuración de sus segmentos editoriales en función de los intereses del régimen. Hay exclusiones que han aumentado en los últimos meses. Medios y periodistas han optado por la “moderación” para evitar la represalia. Se ha normalizado la agresión más severa a la libertad de expresión y ello no sólo es una afectación a los medios y sus trabajadores, también a la sociedad.
El contexto también debe preocupar. Tiene que ver con la intimidación y las amenazas cumplidas del crimen organizado. En México ser periodista es una actividad de alto riesgo, más en el reportaje, la información o la opinión sobre asuntos que tienen que ver con las actividades del crimen y sus personajes. Según la organización Artículo 19, de 2000 a la fecha han sido asesinados 167 periodistas en su labor, de los cuales 47 han ocurrido en este sexenio. Los medios locales son los más afectados, aunque nadie está a salvo como ocurrió en la amenaza pública a la periodista Azucena Uresti o el atentado contra Ciro Gómez Leyva. Frente a estos hechos no sólo estuvo ausente la empatía de las autoridades, particularmente la presidencial, sino la impunidad de por medio con consecuencias a las víctimas directas y a todo el gremio.
El arribo de Claudia Sheinbaum a la presidencia debe significar un cambio que incluye a todos quienes tienen presencia pública. Es necesario dejar atrás la calificación de autoridad moral para dar validez ya no sólo a los dichos, sino al derecho de hablar, de opinar o informar. La política se ha envilecido con la polarización, también se ha degradado el valor de las palabras y el debate, siempre imprescindible, se ha vuelto recurso de una guerra santa con admoniciones absurdas que atentan contra la libertad de expresión.