
Libros de ayer y hoy
Existe un cambio en la política que pocos advierten o que, simplemente, no ha importado, a pesar de ser un asunto fundamental que revela cómo la autocracia se normaliza en la vida pública. El tema toca la esencia misma del ejercicio del poder y, especialmente, la manera en la que el régimen se percibe a sí mismo, su permanencia, su visión de los adversarios, de la competencia y de sus efectos naturales: la alternancia.
El diseño del Estado, a partir de la transición democrática, parte de la premisa de que la permanencia en el poder es precaria, y que quienes hoy están en la oposición pueden gobernar mañana. Está presente la idea de que el partido gobernante es solo una parte del todo. Los términos de la competencia hacen inevitable la alternancia. Quién gobierna no da certeza, tampoco el proyecto que suscribe, sino las reglas que lo regulan e impiden que quien ocupa la autoridad se convierta en una fuerza única y permanente.
La lógica de la transición democrática desde 1996 ha sido precisamente que quien gobierna puede perder y quien está en la oposición llegar al poder. A tal fin, las normas de control al gobierno son fundamentales y que quienes lleguen al poder y/o ganen la representación mayoritaria ejerzan su mandato bajo un código de coexistencia con las demás fuerzas políticas, en un entorno donde el debate o la deliberación sea auténtica e incluyente —no solo entre partidos— y unas elecciones justas abran la posibilidad de la alternancia. Pilares de esta realidad son la libertad de expresión ligada a los derechos políticos, las garantías que frenan y sancionan el abuso de poder, y un sistema judicial independiente que acredite la supremacía de la Constitución.
Hoy, todo cambió; quien gobierna concibe su historia como un proceso lineal de toma de poder sin concesiones y sin posibilidad alguna de alternancia. No importa que el acceso al poder fuera mediante la voluntad mayoritaria; quien ganó asume que llegó para quedarse. Para este proyecto, la pluralidad es inaceptable porque la representación legítima del pueblo o del interés nacional es única e irreversible. El partido no es parte, es el todo. La competencia electoral se convierte en un mero trámite para ratificar la supremacía ética del régimen. La oposición representa la traición, ilegítima en su origen, evolución y presencia actual. Como sentenció López Obrador en su consigna histórica: “están moralmente derrotados”, aunque, en forma, sustancia y visión del poder, la sociedad y la política, el verdadero conservador es él. El triunfo o la derrota no es destino manifiesto, sino efecto de la vigencia democrática.
A diferencia del pasado —incluso de etapas no democráticas—, las reformas actuales parten de la convicción de que se llegó al poder para quedarse. No se busca limitar o regular el poder, sino destruir todo tipo de contención, incluso alterando las premisas de una competencia justa por el voto y, en consecuencia, de la alternancia. Las prédicas presidenciales de los últimos siete años no son las de un mandatario que gobierne para todos, sino solo para los afines al régimen, caso de la reforma a la ley de telecomunicaciones, la reforma judicial y demás proyectos legislativos recientes. Las expresiones para la oposición no son de respeto, sino de condena por su supuesta ilegitimidad histórica y ética.
Esta visión del poder es propia de proyectos totalitarios, que llegan a gobierno por vía revolucionaria o como resultado de la descomposición de los regímenes de representación política democrática. El peligro es que, de una u otra forma, pacífica o violenta, conduce a la exclusión y a la represión, destino de todo régimen que niega la coexistencia legítima de la pluralidad.
La pretensión totalitaria encuentra, por ahora, un límite en el sistema de integración de las Cámaras. Justamente por eso, el régimen se ha trazado como prioridad eliminar la representación proporcional, con el fin de que la sobrerrepresentación de una fuerza controle el proceso legislativo y, desde ahí, transforme al país a imagen del régimen. Este proyecto está en curso, aunque limitado porque Morena no es fuerza mayoritaria por sí sola, sino en coalición con el PVEM y el PT.
En consecuencia, acabar con el sistema de representación proporcional requeriría que dos partidos decidieran suicidarse, abriendo así la puerta a la instauración de una representación totalitaria, esto es, de un representante único de la nación.