Teléfono Rojo
DESENCANTO
Hace muchos años hablaba con un amigo periodista a quien le había tocado en suerte cubrir una larga época de la descolonización en África. Le pregunté qué pensaba entonces del curso que habían tomado tanto los procesos de independencia, incruentas en su mayoría, como de las revoluciones aún en curso. Las metrópolis, no está de más repetirlo, se habían retirado pacíficamente, pero la gran mayoría de esas naciones vivían desde entonces sangrientas disputas por el poder.
Era 1986. Su respuesta tuvo una sola palabra: desencanto. Porque a él le había tocado vivir los procesos previos y había podido conocer a muchos de los líderes que luchaban por la independencia, por lo general en el exilio, pero una vez que llegaron al poder olvidaron para qué estaban ahí, los ideales que los habían motivado y, sobre todo, que debían gobernar para sus pueblos y no para su beneficio personal. La corrupción, que ya existía, se transformó en la medida de todas las cosas, lo mismo en Nigeria que en Kenia o Uganda. Pero no era sólo la corrupción. Esos líderes habían llegado al poder por un fuerte discurso nacionalista, y de dignidad.
Son épicas las historias que hoy se pueden contar al respecto. Me quedo con dos. La del primer presidente de Ghana, Kwame Nkrumah, un entusiasta del panafricanismo, quien asumió el poder en 1960 y fue echado del mismo en 1966 luego de que se descubriera que su gobierno daba asilo y protección a criminales nazis. Y Angola, que tras alcanzar su independencia en 1975 se enfrascó en una larga guerra por el poder entre tres fracciones hasta el año 2002, y en el ínterin vivió del apoyo de las agencias internacionales para evitar las hambrunas pese a ser uno de los productores internacionales más fuertes en petróleo, diamantes y toda clase de minerales preciosos. El presidente Agostino Neto y su familia se convirtieron en una de las más ricas del mundo.
Otros, como el Congo, siguen sumidos en una indescriptible violencia criminal desde que alcanzó su independencia, en 1960, de la mano de Patrice Lumumba, asesinado éste en un atentado ordenado, y ejecutado, por la CIA. Y la pregunta sigue siendo por qué ese gigantesco continente, rico en todos sentidos, sigue sumido en las enfermedades y la miseria.
Casi sin excepción, todos los líderes que llegaron al poder se declaraban de izquierda. Y todos culpaban al pasado. El tema no es si la pobreza y la corrupción jugaron un papel en estas historias, y de una treintena de naciones más, sino qué fue lo que pasó, por qué fueron incapaces de hacer algo con la libertad. Me temo que el factor humano fue determinante. Los adalides de la libertad acabaron convertidos en tiranos que no reconocieron más poder que el suyo. El proceso, hay que decirlo, costó la vida de decenas de millones de africanos, unos que apoyaron a sus iluminados, y otros que lucharon contra ellos o fueron sus víctimas.
Pasada la borrachera del triunfo de sus revoluciones, los ciudadanos pudieron mirar el desastre. Angola destruida hasta sus raíces luego de 27 años de guerra, en la que participaron alegremente los cubanos, los sudafricanos, los soviéticos y, finalmente, los norteamericanos, a los que el presidente Neto ya les había cedido la riqueza petrolera desde antes incluso de la independencia formal; Ghana con una larga secuela de gobiernos militares que olvidaron pronto por qué habían echado al tirano, es decir a Nkrumah. Los millones de víctimas, olvidadas.
Pensaba en estas historias para tratar de entender los motivos de nuestro desencanto. Sólo por eso.