Clavadista Randal Willars se fortalece con miras al ciclo olímpico
El peculiar episodio del titán del tenis, Novak Djokovic, y las políticas de protección sanitarias por la dispersión de COVID-19 por el mundo parece no dejar a nadie indiferente respecto a los límites legales, humanos y morales que se han construido a partir de la vacunación, el libre tránsito y la corresponsabilidad de cuidar nuestra salud tanto como la de los otros.
En síntesis, la zalagarda comenzó en el instante en que Djokovic aterrizó en Melbourne para participar en el Abierto de Australia cuyos sets se disputan desde el 9 de enero pasado. El tenista, un objetor de la vacunación anti-COVID, fue retenido por oficiales de migración por no contar con el pasaporte de vacunas; presentó -eso sí- una especie de exención médica que no convenció a las autoridades migratorias.
Migración insistió en cancelar su visa de ingreso a Australia y en la apelación, Djokovic recibió apoyo de un juez sobre su derecho a mantener el visado; aunque continúa la tensión porque el gobierno australiano aún tiene argumentos para expulsarlo del país. Mientras tanto, por si faltara algún incordio gratuito, el caso ha dividido a la sociedad en dos bandos irreconciliables: los que opinan que el tenista debe acatar las leyes del país que visita y los que creen que es un acto de injusticia el negarle derechos a quien no cuenta con una vacuna que no desea ponerse.
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