Indicador Político
Amigo, contrata a un buen abogado, me dijo una voz del otro lado de la línea telefónica. Era el responsable del máximo titular del Tribunal de Justicia en Campeche y había platicado con él de un problema que tuve con un personaje que se dedicaba, ebrio como siempre estaba, al chantaje periodístico.
Enardecido y sabedor que tenía la protección del gobierno local, Carlos Reyes Alpuche ofendía y publicaba falsedades de todo aquél que se atreviera a negarle algo. Hasta el gobernador en turno daba instrucciones de no meterse con él porque, muchos de ellos, los consideraban su aliado por las becas y relaciones que tenía en Cuba, de donde era embajador sin serlo.
El personaje no sólo ofendía e insultaba a todo aquél que se negara a su pretensiones sino que presumía de recibir “chayotes” lo que, según él, era digno y hasta sagrado.
El autor del artículo se atrevió a exigirle respeto a una opositora porque pretendió darle, en un desayuno con el que escribe, un pasquín en el que la insultaba, la ofendía y la denigraba como persona y más como mujer.
El hecho provocó su ira, e indignado empezó a publicar panfletos en los que la familia del reportero eran personajes principalísimos, todos ridiculizados ofensivamente y exhibiéndolos como personas de moral escasa o acomodaticia.
Más de una vez intentó arrollar al periodista con su auto, lesionó a otros amigos al intentar hacerlo, completamente ebrio, en repetidas ocasiones y llegó al extremo de insultarlo públicamente en un restaurante al grado intentar abofetearlo sin éxito.
El incidente derivó en un pleito en el que el torvo personaje llevó la peor parte no sólo por su disminución física por su alcoholismo sino también por la diferencia de peso y salud de su oponente. No satisfecho con la golpiza, que tuvo muchos testigos que aplaudieron a quien la propinó, se levantó y amenazó con matarlo y anunció que regresaría con pistola en mano.
Desde el gobierno nadie lo detuvo, nadie intervino para que el incidente no pasara a mayores sino que, por el contrario, pusieron a su disposición la Procuraduría donde no sólo demandó sino que le pusieron testigos a modo para darle valor a sus quejas y los que presenté no sólo alteraron sus testimonios en mi perjuicio sino que la denuncia tomó un peso que hizo desistir al abogado. Fui a ver a mi amigo presidente del Tribunal que con la narrativa expuesta me indicó que no habría mayor problema y que el expediente se remitiría a un juzgado de conciliación. Confiado, pensé que así sería hasta que su llamada me alertó que había consigna en mi contra.
De defenderme de un difamador ebrio pasé a ser su agresor, a pesar de que en el restaurante había decenas de testigos de lo que sucedió.
Ya con un amparo, meses deambulé en juzgados que no valoraban lo ocurrido como un incidente sino como una agresión que ameritaba pago de fianza para evitar la prisión. Un padillero lesionó a su víctima con arma blanca, le cortó una falange de la mano y lo clavó repetidas veces y él no ameritó el pago de fianza y llevaba su caso en libertad.
Pasaron los meses y un día, a través de un conocido, el gobernador del Estado me invitó a platicar en su oficina a la que acudí con reticencias y temores –antes, su antecesor me invitó a platicar y terminé golpeado a las puertas de palacio sin la intervención de la guardia que la custodia.
La recepción fue fría. Él nunca se sentó en su escritorio dándome la impresión que le urgía deshacerse del tema, y me entregó un oficina en el que mi agresor y difamador retiraba los cargos en mi contra.
Me costó $100 mil sacarle la firma, me dijo. No quería firmar, agregó como para que yo le agradeciera el favor.
¿Te volvió a cobrar?, le respondí. Vaya que le pagas por todo: le das $100 mil mensuales y sus gastos los cubres sin medida y además ¿te cobra por deshacer lo que le ordenaste?.
Es que fue mi compañero de primaria, alcanzó a tratar de explicarme sin que le diera tiempo de hacerlo…
Dos veces tuve orden de aprehesión en Campeche: la primera para consumar un robo y despojo de quien era mi socio en El Sur, con la venia de un gobernador al que le resolví varios temas que de no haberlo hecho hoy estuviera en prisión, y que me aseguró que detestaba al personaje. Esposado llegué a la Procuraduría en tiempos de Ricargo Ocampo, quien fingió desconocer el hecho mientras Antonio González Curi no sólo faltó a su palabra sino que también mintió sobre ser ajeno al hecho.
Ambas experiencias dicen que lo que realmente necesita reformarse es la justicia pero en los estados. Ahí, los gobernadores eligen a su magistrados favoritos o los hacen magistrados para presidir el Tribunal e imponer sus criterios. Tiene jueces que les llevan sus asuntos y, escogen a los que dictaminarán elecciones a su favor. Cuando llegue a la Federal lo ganas, aquí no, entiéndeme, argumentan para justificar su sumisión.
¿Se requiere una verdadera reforma judicial? Es claro que sí, pero no una en la que se exhiba sin pudicia que su partido y el gobierno será quien los elija, los instruya y los gobierne. Lo que hace falta, es el respeto a la independencia judicial, que los jueces y magistrados sean capaces de dictaminar usando su criterio y que si se tuercen en el camino puedan ser removidos y juzgados por su corrupción o falta de ética.
Lo que no me resigno a ver en la Suprema Corte es a jueces de partidos, jueces del narco que ganaron sus elecciones con millonarias inversiones de los capos de la droga y el crimen organizado y menos los testaferros de los poderosos hombres del dinero que todos los días nos acreditan que no somos iguales.
Estoy a favor de una reforma judicial, pero no a costa de la sumisión de los jueces y magistrados y menos en manos de un presidente vengativo, ofensivo, que nunca supo gobernar para todos y que su legado será un fracaso que todos, como siempre, terminaremos pagando y haciéndonos más pobres que cuando empezó este gobierno.
¿Y la nueva titular del Ejecutivo? Queda claro que esa no cuenta, al menos para su promotor.