Indicador Político
Hacer la compra es una tarea tradicionalmente reservada a las mujeres de la familia.
Por esa razón son ellas quienes primero resienten el alza de los precios, en especial cuando se trata de alimentos que habrán de ser preparados para satisfacer a los integrantes del núcleo familiar.
Las mujeres saben que algunos productos tienen ciclos de alza cuando hay escasez temporal. La lluvia pudre jitomates, sube el kilo; faltan limones por mala cosecha, se eleva el precio.
Así podríamos seguir repasando a las frutas y verduras que forman parte de la denominada “canasta básica”, en la que también figuran el chile fresco, manzana, naranjas, papas y zanahorias.
La expectativa es que, tarde o temprano, los precios bajen: buenas cosechas, llega la temporada, etc. Mientras, algunos de ellos son sustituidos o de plano eliminados temporalmente de la dieta familiar.
Ya no bajan
En cambio, hay otra clase de productos que la experiencia enseña que, una vez que suben, ya no bajan: aceite para guisar, papel higiénico, pasta para sopa, jabón de tocador, sardina y atún en lata, azúcar. Su denominador común es que todos ellos sufren un proceso de industrialización y se sabe que sólo encontrando sustitutos de inferior calidad es posible ahorrarse algunos pesos.
Del precio de la carne de res y de pollo sólo se sabe que cuestan mucho más que hace unos meses. Mujeres y hombres que las adquieren no tienen por qué saber la importancia del incremento de los precios internacionales del maíz amarillo, del sorgo o de la soya.
Como sociedad, teníamos un buen rato sin preocuparnos por la inflación, por el incremento de los precios que suben rápidamente y una vez que lo hacen, no vuelven a bajar jamás.
Las generaciones de las décadas de 1970 y 1980 crecieron conociendo —y sufriendo— las consecuencias de la inflación.
La experiencia del pasado nos enseñó a la mala que la inflación es un impuesto que pagan principalmente las personas más pobres y vulnerables, sobre todo cuando se trata de los productos alimenticios.
La razón es sencilla: de su escaso ingreso, las familias más pobres destinan un porcentaje más alto para adquirir comida (más del 60%), en tanto que las de clase media o las más ricas, apenas roza un tercio.
En los últimos meses, la escalada de precios ha acentuado aún más la situación de pobreza para millones de familias.
Por eso la importancia del Acuerdo de Apertura Contra la Inflación y la Carestía (APECIC), firmado recientemente entre el gobierno del presidente López Obrador y empresas productoras y distribuidoras de alimentos. El APECIC tiene el laudable propósito de mantener la capacidad de compra de la población en general.
Simultáneamente se anunció la creación de la Licencia Única Universal (LUU), que exime de todo trámite o permiso de importación de alimentos e insumos para su envase. Pero, ¿será suficiente para evitar la erosión de los ingresos de la mayoría?
Es difícil apostar por los buenos resultados. Veamos por qué en el caso de dos productos seleccionados: la tortilla de maíz y el pan de caja.
Tortilla de maíz
México produce maíz blanco suficiente para hacer el nixtamal o para procesar en las grandes fábricas harineras que abastecen a hogares y molinos de todo el país. El excedente se exporta, principalmente a Turquía o Sudáfrica, donde gustan de esta variedad.
Por este lado, la tortilla blanca está garantizada en cantidad y calidad suficiente. Las políticas de precios en torno a este alimento básico hicieron posible este “milagro”, que sumó extensas superficies al cultivo tecnificado de esta variedad, además de la producción destinada al autoconsumo en las comunidades rurales.
Soy optimista en cuanto al precio de la tortilla, más si se considera en un futuro un incentivo de precios a las fábricas harineras que les permita absorber las alzas de precios en la producción de maíz blanco. Otra es la historia del maíz amarillo.
Excepto en Yucatán, que todavía acostumbra su consumo como tortilla, en todas partes es insumo para la producción de alimentos pecuarios. Es decir, pollos, bovinos, cerdos, etc., comen este tipo de maíz mezclado con sorgo y soya. Pero eso sí, más del 70% proviene del exterior (Estados Unidos, principalmente). La escasez internacional y la elevación de los precios en dólares han hecho que las importaciones de maíz amarillo se encarezcan.
Y el aumento se ha visto reflejado en el incremento de precios del huevo, leche, carne de cerdo y res. Salvo subsidios o incentivos gubernamentales, es muy difícil considerar a corto plazo una reducción de precios del maíz amarillo que se refleje en carnes más baratas —o menos caras—.
Pan de caja
¿Sabían que México es autosuficiente en la producción de trigo cristalino? Las pastas para sopa se elaboran con esta variedad, cuyo excedente se vende a otros países. Pero su consumo representa una proporción mínima en relación con el trigo utilizado para elaborar pan —caja, bolillo, teleras, dulce— que, como no se produce en el país, tiene que ser importado de otras partes, incluyendo Ucrania y Rusia.
Los precios internacionales han subido más del 40% como resultado de malas cosechas (cambio climático), el conflicto bélico en Ucrania y las sanciones contra Rusia. Si los precios internacionales siguen subiendo, será sumamente difícil lograr que desciendan los precios de productos derivados del trigo harinero.
Coincido con las organizaciones de productores agrícolas que han señalado la necesidad de reforzar la producción nacional de maíz amarillo, trigo y frijol, y recuperar la producción de arroz, perdida en su mayor parte por políticas erráticas de importaciones.
En próxima ocasión abordaré el tema central sobre la construcción de acuerdos para contener los precios de los productos básicos de la alimentación de las familias mexicanas.
En el APECIC estuvieron ausentes las organizaciones y cámaras empresariales que fueron desplazadas por grandes cadenas comerciales y consorcios de producción alimenticia de gran tamaño. Como en otras ocasiones (y créanme que teníamos práctica), sólo algunas presentaciones tendrán precio “convenido” de un mismo producto.
La liberación de toda traba para las importaciones vía LUU puede ser un arma de doble filo al vulnerar la seguridad alimentaria y permitir la introducción de enfermedades y plagas de las que México se ha librado hasta la fecha.
El diablo está en los detalles, se dice. Y quedan muchos pendientes por definir para que opere verdaderamente el Acuerdo en defensa de la economía familiar. Vale la pena el esfuerzo. Porque más allá de la polarización y el enfrentamiento político está el bienestar de millones que sufren por falta de una política integral en materia alimenticia. A ellas y ellos nos debemos.— Ciudad de México.