Indicador Político
Andrés Manuel López Obrador ha sido toda su vida un eficaz propagandista, razón de su éxito. Para serlo se debe prescindir del rigor de la verdad y un tanto de escrúpulos, para creer y hacer creer lo que se piensa. Queda por discutir si es, como muchos afirman, un extraordinario comunicador por su capacidad para conectar con el público. Su eficacia no es la del carisma, sino la del líder religioso en el sentido de utilizar verdades reveladas que no son expuestas al ácido de la realidad, de la lógica y, a veces, ni de la razón. Nada como la seducción de una persona plena de certezas, mucho más si se trata de una causa política.
La razón del éxito, en parte, es el fracaso de quien le antecedió y la corrupción amplia que prohijó. El mensaje obradorista cayó como anillo al dedo. Las vilipendiadas clases medias participaron para llevarle al poder; igual sucedió con muchos rehenes del descontento al que se asocia la debacle moral del gobierno peñista. Sí, porque en el terreno moral se dirimió la batalla que, con creces, ganó López Obrador.
En los primeros años se vivió la fantasía bajo la absurda tesis de que es muy fácil gobernar. Todo fue voluntarismo providencial. Se logra porque el presidente quiere. Sin embargo, las elecciones de 2021 fueron punto de inflexión. A partir de allí inicia un deterioro constante. El repudio de las clases urbanas es evidente. A mitad del camino perdió no lo más numeroso electoralmente hablando, pero sí lo más poderoso. Las encuestas son frágil refugio. Hay rechazo mayoritario al gobierno y una aparente adhesión al líder. Para quien privilegia lo electoral y la popularidad, los votos desmienten tal fortaleza. El desastre en que habrá de tornarse la ratificación de mandato evidenciará que la fiesta, desde hace tiempo, había terminado.
Gobernar es complejo, difícil y de resultados inciertos. Seguramente a López Obrador, al igual que a sus antecesores le sorprendieron los números de la elección intermedia. Fox, Calderón y Peña, como él mismo, pensaban que los comicios serían un aval ciudadano; todos pierden sentido de la realidad. El círculo cercano, la insuficiencia del escrutinio público y el oportunismo de los factores de poder, entre éstos los grandes empresarios, hacen que los presidentes se desubiquen.
Los votos no requieren interpretación; tampoco los números de la economía, de la violencia o de la criminal gestión de la pandemia. Se pueden ignorar, regatear o eludir, pero, por sí mismos, pesan más allá del discurso y de la habilidad propagandística del régimen. Así, la obra del aeropuerto chiquito puede magnificarse y envolverse en la grandilocuencia aderezada con el interesado reconocimiento del hombre más rico de México; los números se imponen. Magnífica, hermosa, espléndida, extraordinaria, pero sin capacidad para resolver siquiera marginalmente el tema fundamental: la insuficiencia de transporte aéreo del Valle de México.
No se trata de malquerencia o mezquindad ni de pretender hacer fracaso lo que para el gobierno es hazaña. ¿Qué sentido tiene inaugurar a tiempo una obra que no cumple con su cometido? Si hubiera un poco de inteligencia y perspectiva habría mucho menos espacio para la fiesta y el autoeleogio. En realidad, estamos viviendo una época donde al engaño se le hace homenaje, que no tiene sólo qué ver con la singular capacidad propagandística de López Obrador, sino con la ausencia de una oposición eficaz, falta de crítica y debate públicos, así como con el juego interesado y sumiso de quienes debieran tener el valor para decir las cosas, al menos con un poco de reserva.
Vendrán la ratificación de mandato, culpándose al INE del anticipado fracaso por la baja participación ciudadana, y después las elecciones de gobernador, cuya mayor preocupación es la interferencia del crimen organizado. La alternancia será la regla y eso, si se interpreta bien, es la poderosa inercia que pesará sobre la elección de 2024.
Federico Berrueto en Twitter: @Berrueto