Indicador Político
Dicen que una de las grandes obsesiones de la condición humana es la convicción de estar en lo correcto. Ciertamente, es un aspecto poderoso de la personalidad que aumenta si se tiene autoridad o poder. Pasa de creencia a convicción y de allí a certeza inamovible. Difícil, muy difícil que una persona de poder reconozca estar equivocado, por más humano o común que sea el error en la vida. Paradoja, la duda es más próxima a la razón que la certeza, la que fácilmente suele transitar en dogma, en verdades reveladas e indiscutibles.
Al presidente López Obrador se le ha calificado como un caso clínico por su singular personalidad. Hombre de obsesiones, ideas fijas, rencores, paranoia y acentuado narcisismo. He sido una excepción en el reconocimiento de error y de él recibí disculpa pública en julio de 2023 al ser señalado de participar en el tracking de Milenio en la elección de 2012. Para agradecer la excepcional distinción, aunque en la mañanera marzo de 2019, junto a Santiago Nieto, el abogado hizo imputaciones que provocaron un daño profundo al negocio que dirijo, se violó la presunción de inocencia, se divulgó información financiera propia y de clientes y se bloquearon cuentas. El daño fue mayúsculo. No mereció exoneración pública ni privada a pesar de que en cuestión de días se probó la falsedad del caso y la UIF desbloqueó cuentas. Tema para otra ocasión.
El presidente se equivoca con regularidad por muchas razones. La primera es que habla demasiado y con desorden. Es incontenible y su conducta emula a la de los líderes iluminados, que se perciben a sí mismos no sólo con el derecho, sino con el deber de hablar. También, se equivoca por su soberbia moral, por sus expresiones, prédica o admoniciones propias de un líder religioso dogmático -un Ayatola-, aunque la conducta, propia y de cercanos, niega las palabras, y los resultados las intenciones. El tiempo va acreditando una persona víctima de rencores, de complejos que derivan en intolerancia y que, al ser el hombre más poderoso, prefigura no a un mandatario, sino a un tirano. Debe decirse, los tiranos en determinadas condiciones suelen ser aceptados y hasta venerados.
López Obrador se equivocó rotundamente al dar a conocer los datos personales de la corresponsal del NYT, Natalie Kitroeff. Explicable la indignación y hasta el enojo, como suele suceder con los poderosos frente al escrutinio de los medios. Pero es presidente y tiene el deber de la prudencia; en ninguna circunstancia puede agredir al particular y menos violentar la ley. Tan simple como reconocer después el exabrupto. No fue así. Para él era indispensable reiterar su derecho de agresión a la periodista, una forma de venganza personal, baja colateral en defensa de su buen nombre y el de su familia. Pero expresó su convicción, que ha sido la norma en su gobierno: su autoridad está por encima de la ley. Así ocurre porque la mentalidad autoritaria es rehén de sus fijaciones, donde una concesión es debilidad e invitación a que los demás reproduzcan la supuesta agresión.
Existe un segundo grupo de quienes actúan a partir de la convicción de que están en lo correcto. Son los cercanos y los más próximos adherentes; están con López Obrador y les resulta muy difícil reconocer que se equivocaron: la militarización, la mentira, el engaño, la persistente corrupción y los magros resultados no permean en ellos, por interés o por conveniencia. En los juegos de espejos del poder la élite se disputa el favor presidencial, propiciando prevalezcan la zalamería y la connivencia. Pocos, pero muy encomiables los casos de quienes resolvieron retirarse; son emblemáticos Carlos Urzúa, Germán Martínez, Jaime Cárdenas o Javier Jiménez Espriú, entre otros.
En el inicio de campañas el balance del proyecto político es obligado. El presidente, en su obsesión de estar en lo correcto, persiste en acusar al pasado, como si no hubieran transcurrido más de cinco años de gobierno, sin regateos del Congreso o de los poderes fácticos. Ha sido un presidente poderoso como ningún otro después de Carlos Salinas. Con humor se dice que las cataratas son la tercera causa de la ceguera; la primera es la religión; la segunda, la política. En López Obrador convergen ambas y en ello no está solo, como lo constatan los estudios de opinión.