Opinión

Los otros rostros de la policía/Francisco Gómez F

En los últimos días hemos sido testigos de una violencia sin fin y de comportamientos devastadores por parte de personal de las policías municipales en Guadalajara, Ciudad de México y Oaxaca. Uso excesivo de la fuerza, arrestos injustificados, abusos y ejecuciones. El caso de Giovanni López en Guadalajara, o Alexander, el del joven futbolista asesinado de un disparo de arma de fuego en la cabeza en Acatlán de Pérez Figueroa, Oaxaca, o el caso de Melanie, una joven adolescente pateada en plena marcha por policías de la Ciudad de México.

Todos estos casos, lamentables por decir lo menos, ponen en evidencia la falta de capacitación de las fuerzas del orden, muestran el deterioro en la policía que en muchos de los casos es el primer contacto de gobierno con la ciudadanía, y hacen patente el abandono en el desarrollo de un verdadero proyecto de profesionalización policial en el ámbito federal, estatal y municipal. Esto es real. La actuación policiaca deja mucho que desear, pero no se puede reducir todo el espectro de enumerar irresponsabilidades y fallas al interior de los cuerpos policiacos.

Las fallas en seguridad pública son estructurales y las responsabilidades de ello compartidas entre la federación, los estados y municipios. El deterioro en esta materia llevó, según cifras del INEGI, a que el 73 por ciento de los habitantes del país consideren como un riesgo vivir en su ciudad; el mismo instituto reportó que el 59 por ciento de personas en México que reportaron experiencias de corrupción fue por contacto con autoridades de seguridad pública y, por si fuera poco, el 53 por ciento de la población considera a las corporaciones policiacas como de poca confianza o gran desconfianza.

Así, los cuerpos policiacos actúan en un marco de fallas estructurales heredades del pasado y perpetuadas al día de hoy y que tienen como reflejo su desacreditación social, pésimos salarios y la carencia de un proyecto que integre profesionalización, calidad, capacitación y rendición de cuentas, que sumados dan como resultado la inexistencia de un nivel adecuado de preparación policial y, en paralelo, la insuficiencia para garantizar una vida digna del personal de seguridad pública.

Si bien se debe condenar sin cortapisas todos aquellos casos de grupos o policías en lo individual que actúen en asociación con la delincuencia, en forma criminal por cuenta propia, violen derechos humanos o su actuar sea irresponsable.  Sin embargo, no todos los integrantes de las fuerzas del orden se encuentran en esta situación, de tal forma que resulta erróneo y parcial etiquetar a todos los miembros de las corporaciones bajo un mismo denominador.

Por otra parte, la sociedad ha desarrollado una actitud de rechazo a priori hacía las fuerzas del orden, en algunos casos justificada, pero en otros casos no. Solo para tener una referencia, en los primeros cuatro meses del año han muerto alrededor de 180 policías en funciones en 24 estados del país, lo cual implica un aumento del 40% en relación con el año pasado.  Y es que, si una sociedad no respeta a las fuerzas del orden, ¿cómo pedir que éstas respondan debidamente a las demandas ciudadanas.

 Actualmente y como sucede desde hace décadas, la mayor parte de los cuerpos policiacos trabajan en condiciones deplorables: pagan sus equipos, chalecos, uniformes, mantenimiento de sus patrullas e incluso algunos de ellos no cuentan con seguro de vida por alto riesgo. Mantienen un ritmo de trabajo complejo y arriesgado todos los días para contener riesgos y/o amenazas que puedan detonar peligros a la población, pero en la mayoría de los casos esto pasa desapercibido tanto en el ámbito institucional y como en el social.

Otro aspecto que no hay que perder de vista de las instituciones de seguridad pública son las distorsiones, desigualdades y rezagos en diferente escala, que van desde aquellas corporaciones cooptadas por la delincuencia (es decir, acorraladas y sometidas por la superioridad en fuerza de los criminales) hasta las que cuentan entre sus filas a personal de carrera y visión de servicio.

Sólo para ejemplificar: no es lo mismo ser policía en Baja California, Chihuahua o en el estado de México que, en Campeche, Yucatán o Aguascalientes, como tampoco es similar el ingreso de un uniformado en Nuevo León, la Ciudad de México o Sonora que en Oaxaca, Tlaxcala y Guerrero. En cada uno de esos estados incluso hay grandes diferencias entre las corporaciones de cada municipio.

Las condiciones laborales, equipamiento, infraestructura, bases de datos, centros de apoyo en emergencias, certificación y los métodos de reclutamiento varían de entidad en entidad, de municipio en municipio y, por supuesto, a en el ámbito federal. Bajo este contexto, el primer reto al que se enfrentan las corporaciones policiacas es el presupuestal y de ahí siguen en cascada el reclutamiento, estándares de capacitación y profesionalización, protocolos de actuación y respeto a derechos humanos y rendición de cuentas, entre otros.

En el plano nacional, corresponde al gobierno federal el establecimiento de una política pública que permita fijar con claridad los niveles de corresponsabilidad de estados y municipios en seguridad pública, las partidas presupuestales y los rubros de inversión y cooperación en la materia. Una de las acciones prioritarias del gobierno federal es asegurar el presupuesto necesario y suficiente, bajo criterios que respondan al amplio espacio de la inseguridad y la actuación de la delincuencia en el territorio nacional.

Sin embargo, las acciones de las políticas del gobierno federal en seguridad pública tienden a reducir en términos reales las partidas presupuestales del Fondo de Aportaciones para la Seguridad Pública en los Estados (FASP), así como del Fondo de Aportaciones para el Fortalecimiento de los Municipios y las Demarcaciones Territoriales del Distrito Federal (FORTESUM), el Subsidio para el Fortalecimiento del Desempeño en Materia de Seguridad Pública (FORTASEG).

Las fallas estructurales en seguridad pública parten de no sólo de la insuficiencia de recursos, sino por igual en el hecho que desde hace décadas los lineamientos en materia de seguridad pública resultan confusos, alientan la improvisación y dejan espacios a la corrupción. También, se carece de operadores con solvencia y profesionalismo que acaben con la opacidad en el funcionamiento y rendición de cuentas de las instituciones de seguridad, logren un verdadero servicio de carrera, e implementen proyectos consistentes y transexenales en este rubro.

Bajo este contexto, resulta obvio que las policías estatales y municipales muestran una gran falta de capacitación y protocolos de actuación, además de de no contar con una noción clara del respeto a los derechos humanos y el trato con la sociedad. El abandono a las instituciones de seguridad pública y a la profesionalización policial es un pésimo síntoma para fortalecer las estructuras y esquemas de orden social e institucional. La cultura de la legalidad y el orden implican respeto, pero si éste no se garantiza por parte de los gobiernos en turno y de una ciudadanía educada, ¿qué se puede esperar del desempeño y capacidades de sus policías?

El comportamiento ilegal e indebido de policías no debe permitirse jamás, pero, por otra parte, debe existir la obligación de una ciudadanía para asumir con responsabilidad su compromiso de respeto y reconocimiento a los representantes de la autoridad y de la ley, lo cual implica el conocimiento de los derechos y límites ciudadanos que nos asisten para expresarnos y manifestarnos libremente en espacios públicos y privados. De muy poco sirve uno sin el otro. 

Carmen Torres González

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