Indicador Político
La Cumbre de las Américas perfila un severo fracaso de Joe Biden. La diplomacia norteamericana registrará un revés con efectos muy desafortunados para el presidente y su partido. El mundo se encuentra en un momento singularmente complicado por la invasión rusa a Ucrania y la respuesta económica, diplomática y militar de los países pertenecientes a la OTAN. Las cosas no le han salido bien a Rusia y su aventura bélica resulta de un costo mayor al previsto, además de no lograr los objetivos que justificaban la incursión. La realidad es que la guerra ha afectado la economía mundial y registra problemas inéditos para todas las naciones, entre otros, una espiral inflacionaria.
Este es parte del marco que justifica la Cumbre. Además, la secuela de la pandemia obliga a un reordenamiento mundial en muchos aspectos, privilegiadamente en el de la salud pública. Ciertamente, la agenda de la Cumbre es relevante para la región y para los países miembros, y propiciar un sentido de futuro compartido. El diálogo entre gobiernos es fundamental, incluso para quejas y reclamos. El presidente López Obrador piensa de manera diferente.
El gobierno norteamericano no midió bien al presidente mexicano. Dio por hecho, a partir de la conveniencia del encuentro y de su poder e influencia que la Cumbre tendría lugar sin mayor problema. López Obrador ha sumado causa con regímenes reprobables bajo cualquier estándar; su reclamo por la eventual exclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua más bien parece pretexto y abona a su convicción de que las cosas no son ni deben ser como antes, aunque se vuelva vocero de gobiernos de oprobio.
Es cierto. La Cumbre es un espacio para el diálogo y para el encuentro de respuestas de manera compartida. Mucho hay por decir, acordar y promover. Su fracaso va en detrimento de todos los países que participan, no sólo del gobierno norteamericano. Más tratándose de salud pública, economía y gobernabilidad, que deben atenderse en una perspectiva regional. Al presidente mexicano no le importa.
Por lo pronto, el fracaso diplomático de Biden contribuye al cambio del mapa de poder en la política y el congreso norteamericanos a procesarse en las elecciones de noviembre de este año. Los ganadores serían las corrientes más conservadoras y hostiles a México del espectro republicano y, eventualmente, puede significar el retorno al poder de Donald Trump en 2024. Quizás para López Obrador los gobiernos demócratas o republicanos no son diferentes; incluso, por alguna razón difícil de entender podría pensar que en interés del país es conveniente la debacle electoral de los demócratas y la humillación política al presidente norteamericano.
Independientemente del juicio sobre el presidente mexicano importa la manera como los alineamientos partidarios, los factores de interés y los inversionistas del vecino vean a México en su conjunto. Por lo que se advierte, no sería un socio leal ni confiable, dispuesto a abrazar causas contrarias a las libertades y a la democracia. Como tal, no es un presidente el que se degrada es el país.
López Obrador se siente con toda libertad para asumir, a su entender, la manera de conducir la política exterior. Ni el canciller Ebrard o el cuerpo diplomático tienen la mayor presencia en las decisiones fundamentales de la diplomacia mexicana. Un país de un solo hombre no da para una visión de Estado, tampoco para entender que las determinaciones que se tomen impactarán más allá de este gobierno. Queda claro que la decisión del Presidente es girar a cuenta ajena.