Indicador Político
Bajar la cortina
Recién llegado a Londres, en el verano de 1985, me tocó atestiguar en la prensa escrita y la televisión, un fenómeno extraño que recordé en medio de los sucesos que vivimos en nuestro país en estos meses aciagos, y no me refiero a la crisis que desencadenó la pandemia sino a la económica, más nociva en términos de empleos y bienestar. No hablo, claro, de la felicidad prometida por el gobierno, de esa se encarga el holograma de Palacio.
Liverpool, que en aquellos años no llegaba a los 400 mil habitantes, aunque no por ello era menos importante en términos de desarrollo industrial, sufría una terrible crisis económica, misma que estuvo a un tris de llevarla a declararse en quiebra, debido al cierre de muelles e industrias, con la mayor tasa de desempleo del Reino Unido y los consecuentes conflictos y violencia política y social. Al final, después de varios meses, el gobierno de la señora Thatcher inició el rescate con fuertes inversiones y préstamos, en un proceso que no acaba de concluir después de 40 años. El trance de ver a una ciudad que se declaraba en bancarrota me hizo pensar en el proceso que vivimos ahora.
Se me ocurría si México no pudiera declararse en quiebra, aunque me queda claro que las naciones no se declaran en quiebra, como pudo ocurrir en Liverpool en 1985. De hecho, no llegó a hacerlo. Antes de que ocurriera llegó el rescate del reino. Pero en México no tenemos un soberano que nos rescate. El fantasma de Palacio, por lo menos, no. Él está preocupado por las elecciones del año entrante, su única ocupación. A él no le interesan los muertos que ha traído la pandemia, ni los millones de empleos perdidos por la crisis económica, ni las cientos de miles de quiebras de empresas que está dejando la crisis. A él sólo le preocupa quedar bien con su amigo el presidente Trump, a quien tanto se parece.
No se le escucha preocupado, ni empático con el pueblo que lo eligió y que ve morir todos los días sin que sea capaz de brindarle unas palabras de consuelo. A él no le preocupa la crisis; vive convencido de que con su sola llegada al poder el pueblo está no digamos feliz, sino feliz, feliz, feliz. Tampoco la criminalidad, desbordada; ni ver cómo se pierden territorios en manos del narco.
El presidente deambula por su palacio, solo, ausente, y suelta discursos en cada rincón, como una admonición, un conjuro que elimine de una vez por toda la realidad que se niega a ver, y que comienza justo a las puertas de Palacio donde cada mañana se congregan más y más grupos de ciudadanos reclamando atención. Unos medicinas para sus hijos con cáncer, otros empleos, apoyos, justicia, libertad, es decir lo que han perdido.
La realidad es ese universo hostil (Territorio Comanche) en que se le ha transformado al presidente el Teatro Fantástico de Cachirulo en el que vive. Un territorio donde grupos de damnificados, que en su universo no existen, no pueden existir, le reclaman airadamente sobre sus demandas: madres de desaparecidos, familiares de víctimas de todo tipo de violencia; por sus promesas incumplidas. Un territorio, decía, hostil, que cada día crece en su número y audacia y que un día de éstos puede acabar en tragedia, ante el silencio del fantasma que ha limitado su reino al patio principal de palacio, con fuente, eso sí.
Y pensaba que es una pena que, como señalaba al principio, un país no pueda declararse en bancarrota. Seguro le vendría como anillo al dedo.